viernes, 5 de noviembre de 2010

Cuenta la leyenda, que un hombre oyó decir que la felicidad era un

tesoro. A partir de aquel instante comenzó a buscarla. Primero se

aventuró por el placer y por todo lo sensual, luego por el poder y

la riqueza, después por la fama y la gloria, y así fue recorriendo

el mundo del orgullo, del saber, de los viajes, del trabajo, del

ocio y de todo cuanto estaba al alcance de su mano.



Un día, en un recodo del camino vio un letrero que decía:

- "Le quedan dos meses de vida".



Aquel hombre, cansado y desgastado por los sinsabores de la vida se

dijo:



- "Estos dos meses los dedicaré a compartir todo lo que tengo de

experiencia, de saber y de vida con las personas que me rodean".

Y aquel buscador infatigable de la felicidad, sólo al final de sus

días, encontró que en su interior, en lo que podía compartir, en el

tiempo que le dedicaba a los demás, en la renuncia que hacía de sí

mismo por servir estaba el tesoro que tanto había deseado.



Comprendió que para ser feliz se necesita amar; aceptar la vida como

viene; disfrutar de lo pequeño y de lo grande; conocerse a sí mismo

y aceptarse así como se es; sentirse querido y valorado, pero

también querer y valorar; tener razones para vivir y esperar y

también razones para morir y descansar.



Entendió que la felicidad brota en el corazón, con el rocío del

cariño, la ternura y la comprensión. Que son instantes y momentos

de plenitud y bienestar; que está unida y ligada a la forma de ver a

la gente y de relacionarse con ella; que siempre está de salida y

que para tenerla hay que gozar de paz interior.



Finalmente descubrió que cada edad tiene su propia medida de

felicidad y que la fuente suprema de la alegría es el amor, la

bondad, la reconciliación, el perdón y la caridad total. Y en su

mente recordó aquella sentencia que dice: "Cuánto gozamos con lo

poco que tenemos y cuánto sufrimos por lo mucho que anhelamos".

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